«Cuando sale El Calvario, siempre es Viernes Santo»; quizás fue el comentario que escuché no una, sino varias veces: “parece Viernes Santo”. Y es que el vínculo entre el Señor Sepultado del Calvario, su gran procesión y el día máximo de la religiosidad popular en nuestro país es por demás indisoluble. El sábado 21 de noviembre, en la Parroquia de Los Remedios se escribió el epílogo de una historia convulsa pero con un final feliz. Una historia en la que página a página, las correcciones al guión las hicieron los devotos y devotas del Señor Sepultado. Porque la historia que venía siendo escrita con tinta funesta era corregida de inmediato con el amor y la devoción que rodea a la majestad yacente del Sepultado del Calvario.
La necesidad o avidez de ver imágenes de pasión en calle, junto a la expectativa de apreciar la restauración del Señor Sepultado generaron gran movilidad de personas afines a la Semana Santa en las calles aledañas a la Catedral Metropolitana. Posterior a la celebración Eucarística presidida por el Señor Arzobispo Metropolitano, se realizó la entrega de la Consagrada imagen al cuidado de la Parroquia Rectoral de los Remedios. Con ello, se reafirmó que las imágenes de culto, célebres o no, pertenecen en su totalidad a la Iglesia y forman parte de su patrimonio, siendo las hermandades tan sólo depositarias y responsables de su cuidado y adecuada conservación.
La excelsa obra de Pedro de Mendoza – o Pedro de la Rosa- fue procesionada en el antiguo mueble conocido como “De conchas”, dentro de una urna acrílica y cuidadosamente situada sobre un catafalco piramidal que recordó los antañones decorados de los Viernes Santos de 1965, 1969 y 1980. El cuerpo yacente fue conducido únicamente revestido con un sudario blanco con el objeto de mostrar el resultado final de un proceso de restauración profesionalmente realizado y comunicado a todo el público.
En contra de todo pronóstico, las condiciones climáticas mejoraron ostensiblemente y permitieron que la Consagrada Imagen haya discurrido bajo una rigurosa sobriedad y contundente solemnidad. A lo largo de la desaprovechada (*) octava avenida, las hermandades invitadas portaban sendos estandartes con el fondo de la música y el seco sonido del redoblante que dotó el transcurrir de esta procesión de un matiz especial.
El repertorio musical, que despertó dudas desde el anuncio de la procesión, fue magistralmente conformado a través de adaptaciones a banda de conocidos alabados e himnos eucarísticos. Esto permitió se lograra el equilibrio perfecto entre la tristeza propia de las marchas fúnebres y alegría característica de los sones y marchas triunfales.
Pero para que fuera un pequeño Viernes Santo no podía faltar la presencia de la Soledad de María. Y frente al Cielito apareció, ante la mirada de todos, la tierna y delicada imagen de la Reina de la Paz, totalmente ataviada de rojo y coronada como en sus días grandes. Las pequeñas andas fueron situadas una detrás de la otra para emprender el recorrido final de retorno al Calvario.
Alrededor de las veintitres horas con treinta minutos, ambas imágenes ingresaron al Calvario a los sones de sus marchas oficiales bajo el ensordecer sonido de cohetillos y quema de fuegos pirotécnicos. La procesión con una duración un tanto mayor a las tres horas, nos permitió ver un Calvario que muy pocos conocíamos. Un Calvario de siete décadas atrás, mucho más pequeño en dimensiones pero con miles de personas en pos de él. A la mañana del domingo, quedaban sólo recuerdos en la mente y en la memoria que la tecnología actual puede capturar. Sin embargo, por un corto pero intenso momento se hizo palpable que cuando el Señor Sepultado del Calvario sale a la calle siempre es Viernes Santo.
(*) Digo “desaprovechada”, porque siendo unas de las más elegantes arterias del Centro Histórico es escasamente incluida en los recorridos de las procesiones de Cuaresma y Semana Santa.