La Semana Santa desaparecerá de la faz de esta tierra cuando nadie la eche de menos en los hospitales donde se celebra la Pasión de verdad, en las cárceles donde las Marchas duelen por dentro, en los asilos donde las sillas de ruedas están abonadas a la Soledad, en la distancia que nunca es el olvido.
La Semana Santa dejará de tener sentido cuando las mujeres ya no ansíen cargar al Señor y no claven su mirada con lagrimas en el rostro del Hijo de María cargando pesado madero o recostado sobre cojines de terciopelo, que buscan por las calles de marzo o las avenidas de abril.
El fin de la Semana Santa será cuando dejemos de saber a que sabe el dolor del día siguiente de haber llevado en hombros una procesión y haber caminado cuadras de cuadras, bajo un sol inmisericorde o bajo una lluvia torrencial.
Desaparezca la Semana Santa
La Semana Santa se vendrá abajo cuando se ponga una alfombra en la calle y no haya nadie esperando al primer Nazareno, a la Dolorosa o al Sepultado, ni nadie venga arrojando incienso a las personas y a la calle, para anunciar el próximo paso del anda.
Para mi, la Semana Santa tendrá los días contados cuando ya no sienta el cosquilleo que provoca el Sábado Antes de Ramos, de salir corriendo a recoger turnos y ver el rostro de mi Señor en una cartulina o que al ver una jacaranda, no me parta un rayo la memoria de Semanas Santas pasadas.
La Semana Santa se hundirá definitivamente cuando le falten las flores y llantos a los altares cuaresmales de las familias, al paso de las andas que sin saberlo, son ofrenda de altareros sobre muebles móviles que nos hieren de una emoción que nadie es capaz de explicar.
Por: Wilfred Monroy