Por: Fernando Barillas Santa Cruz
Nací en ese barrio antañón, rodeado de leyendas, tradiciones y una relativa quietud que ya no se encuentra en la ciudad.
Aún recuerdo La Parroquia con fray Bartolomé de las Casas al frente de su plazoleta, donde me cuentan pasamos la primer noche después del terremoto del 4 de febrero. Tenía ocho meses de nacido.
Crecí a dos casas de la esquina que da a la calle Martí sobre la 14 avenida, donde se ubicaba la Astro Foto. Frente a nuestra casa un terreno baldío lleno de jacarandas, rodeado por un muro; ahí los zanates tejían sus nidos y daban un concierto vespertino diario sin falta a eso de las seis. En la misma cuadra estaba la casa de las monjitas y un taller mecánico. En el vivían unos niños de mi edad, con quienes jugaba. Gracias a esa amistad resulté con piojos.
Mi mamá me daba clases de corte y confección en la escuela nocturna República de México, que en la jornada vespertina aún se llama «Miguel de Cervantes y Saavedra». En tanto yo estudiaba la preprimara en una escuelita pública de párvulos, que desapareció para convertirse en una agencia bancaria, en la avenida de los Árboles.
Uno de mis compañeros de clases era hijo de los dueños de la ferretería Ramazzino y saludávamos siempre a los señores de la librería Marmel. La calle martí aún tenía arriate.
Rodeado de otros barrios como el de Candelaria y el de San José, más la influencia y ejemplo de mi madre, me fue inevitable no abrazar la tradición que hoy por hoy, alimenta mi identidad en este país tan compejo, irremediable y sufrido.
Siendo cucurucho de infantiles veía cada Lunes Santo el paso solemne del Nazareno de la Parroquia. No se le decía «Las Tres Potencias», pues no las usaba. Era, recuerdo, una procesión humilde, con pocos devotos, pero con mucha feligresía. Siempre había buena cantidad de gente en la Martí, y tras el cortejo transitaban con paciencia los vehículos, camiones y furgones.
Lo esperábamos para la entrada, en la acera del cine Alameda. Me gustaba ese paso, no solo por la procesión, sino por los pintorescos e ilustrativos carteles de las películas propias de la época: Jesús de Nazaret, Ben Hur, los Diez Mandamientos. Todos los años proyectaban las mismas películas, pero la impresión que causaban los afiches siempre era la misma.
Pasaron los años. Me fui del barrio y también del canto de los zanates. La desordenada ciudad y el creciente tráfico dio paso a la modernidad. Se fue el arriate y la quietud.
Me reencontré con el Nazareno de la Parroquia a mediados de los 90. Es cierto: los orígenes llaman.
Para mi suerte, fui testigo de una necesaria y dinámica evolución en su organización y estructura procesional. Surgieron adornos que dejaban literalmente con la boca abierta, y cada año eran más impresionantes que el anterior. Las potencias se desempolvaron, las túnicas de Jesús con cuello «en V» surgieron, los detalles minuciosos en su vestimenta. Se dignificó el cortejo.
La procesión me inspiró. Me gradué de la universidad realizando un análisis semiótico de la Semana Santa. La alegoría procesional de la parábola de las diez vírgenes del 2001 fue uno de mis objetos de estudio. Para entonces ya desfilaba el escuadrón de Nazarenos portando los ángeles de pasión y el blasón de Ecce Homo.
Ya no era una procesión sencilla, sino un monumento fúnebre. Jesús con su túnica bordada al estilo sevillano, muy innovador para ese momento, junto con su cruz dorada salomónica, eran impactantes.
Para mi es una procesión única. Porque no hay paso en la 1 calle como el del Nazareno a los acordes de «El Duelo de la Patria» con el cerrito del Carmen de testigo; porque no hay mejor acto de contricción que el que se realiza frente al Archivo General de Centroamérica. Nadie más tiene un retorno tan místico como el de Jesús por la avenida de los Árboles antes de la medianoche. En Semana Santa no se experimente nada parecido, ni en la Antigua, ni en la Capital.
El barrio de la Parroquia confirma que, para los guatemaltecos, la Semana SAnta más que una conmemoración es una fiesta. Porque en medio del ambiente fúnebre hay alegría, porque a Jesús junto a las alfombras y las velas lo esperan churros, chupetes, empanadas, algodones.
Qué complejo país este, tan enamorado de la muerte; no solo la venera, sino la festeja.
Hoy, cuando acompaño al Nazareno con el que crecí a la sombra, siento que su procesión le devuelve el brillo perdido al barrio. Le da un respiro de la asfixiante rutina, de la hora pico que parece ser siempre, del constante bullicio, de la frialdad de los grandes comercios que rodean el templo.
Si se es cucurucho de Lunes Santo, uno sabe que dentro del cortejo se encuentra también quietud. Es una procesión que se puede disfrutar plenamente, si uno se lo propone. Así como la ciudad, algunos cortejos procesionales también han crecido desordenados, descoordinados y sin vida. Sentido penitencias y respeto es lo que menos se encuentra actualmente en sus filas.
Pero en La Parroquia no. Ser una procesión de barrio le ha dado grandes ventajas y privilegios. Los recibimientos son conmovedores, el ambiente dentro de las filas es de tranquilidad y, salvo los fotógrafos de Facebook que disfrazan ego con devoción, es en términos generales un cortejo ordenado, respetuoso y místico.
Por eso cada año espero con impaciencia el momento de volver al lugar donde dejé el ombligo, para recorrer las calles de mi barrio, aunque ya no haya paso por la calle Martí, y ya no exista mi escuelita de párvulos ni el cine. El espíritu del barrio se mantiene y no morirá.
Que estas letras sean un amoroso homenaje al barrio antañón, a la procesión y al Nazareno que tanto queremos, en el año de su necesaria restauración y justa consagración.
Extraído de: «suplemento semana santa 2017, pag. 8. Diario la Hora.»