(Texto original de Roberto Castillo)
¿Cucurucho yo?, no gracias. Esto era lo que yo pensaba siempre que alguien me invitaba a cargar alguna procesión en Semana Santa. Recuerdo que desde niño nunca fui muy devoto que digamos.
Desde pequeñito, mi señora madre y mi abuelito siempre me llevaron a ver procesiones cada Viernes Santo por la tarde. A mí no me gustaba porque “me daban miedo”. Ver al Sepultado Recoleto ensangrentado, o el enorme mueble procesional del Cristo Yacente de El Calvario.
Sin embargo había una procesión que me daba mucha paz, la del Señor Sepultado de Santo Domingo, “Cristo del Amor”. Verlo en su urna totalmente inerte, en mi ignorancia infantil, me hacía sentir que Jesusito estaba muy tranquilo, y no se iba a salir de su cajita (fue así como inicio mi devoción a esta bellísima imagen). Y siempre pensé que sí algún llegaba a cargar, sería en este cortejo.
Así fue como en el año 2000, un querido amigo me pidió que lo acompañara a cargar el Viernes Santo. Él tenía 2 turnos para El Calvario y uno para Santo Domingo. Después de verlo cargar sus turnos del Cristo Yacente de los pobres, me preguntó si yo quería cargar. Yo le explique que no sabía cómo hacerlo, que no tenía “uniforme de cucurucho”, ni cómo se compraba el turno (obviamente eran excusas para no hacerlo).
El inmediatamente se quitó la túnica y me la dio. Me dijo: “ponétela y proba cargar este turno”, después de dudarlo mucho, lo hice. No sé si fue casualidad o realmente fue el llamado del Señor (prefiero pensar que así fue), pero justamente el turno que cargue fue el del Cristo del Amor. Fue así como cumplí una promesa hecha desde niño, gracias a mi amigo. Y desde ese momento fue que por bendición del altísimo (ya son 14 años), camino cada Viernes Santo al lado del Sepultado de mis amores.
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