(A Jesús de la Merced, Antigua Guatemala) – Marco Monzón, prosas cuaresmales.
Aquí estoy Señor, una vez más en las filas, esperando verte recorrer las calles de la penitencia. Ya te acercas con paso lento y cansado, en hombros de innumerables cargadores que te traen hacia mí, para cumplir la penitencia que te he ofrecido. Llegas y veo otra vez tu rostro ensangrentado, golpeado, lacerado y sudoroso.
Pero algo más sucede, algo milagroso que no había pasado antes, y que hoy experimento por primera y única vez. Tus ojos me ven. Si Señor, tu mirada triste y doliente se encuentra con la mía. Es una mirada dulce, sublime, angustiada, pero que llega profundamente desde tus ojos, hasta mi corazón. No sé si es una mirada de perdón o de súplica; en mi insignificante entendimiento de los designios de Dios no comprendo qué me quieres decir ahora que se han encontrado nuestros ojos, pero si sé que es como un rayo, como una centella, como un sol que atraviesa mis retinas y mi alma.
Aunque trato, no puedo controlarme y bajo la vista. Tú estás quieto ante mí, tus pasos se detuvieron por un momento y sin embargo no pude sostener la fuerza de esa mirada profunda y apacible. Reacciono y te vuelvo a ver, pero tus ojos ya no están en mí, se han perdido de mi vista, se dirigen a otro punto, a pesar de que ni Tú ni yo nos hemos movido.
He buscado nuevamente infinidad de veces, tu mirada. Me acerco a Ti desde diferentes ángulos, pero jamás he podido encontrar de nuevo tu vista. No he podido repetir aquella milagrosa experiencia. No sé si fue una advertencia, un perdón o un llamado, pero aquel fue el momento más sublime de mi vida.
Así como viste a las mujeres en tu camino al gólgota, así creo que me viste ese día, oh, Jesús, y así te pido que alguna vez, me permitas volver a encontrar la luz de tus ojos, que me ven con la profunda piedad de Dios.
Y ese día, Jesús, permíteme estar preparado para verte con mi alma limpia y transparente para que no aparte mis ojos de los tuyos.