Esta es la conocida leyenda de Jesús de la Merced donde una monja afirma que dicha imagen es la que «más se parece al rostro de Jesús».
La Leyenda de Jesús de la Merced
== Capítulo I ==
Era una tarde calurosa del mes de agosto. Los chorros de oro derretido se resbalaban sobre los arabescos de los palacios señoriales y los cimborrios de los conventos y monasterios de Madrid. En el convento de las Carmelitas Descalzas, fundado siglos atrás por Santa Teresa de Jesús, el movimiento de personas ajenas a la comunidad era intenso.
Esta tarde las novicias recibirían su traje talar y las antiguas profesas renovarían sus votos perpetuos. Las pisadas de los visitantes resonaban en las baldosas del locutorio, empujando al silencio a los rincones de las celdas.
En uno de los claustros interiores, tras el refectorio, una monja joven, sentada en un banco de piedra bajo una enramada de buganvilla, contemplaba las arcadas de cristal que varios surtidores de una fuente cincelaban en el espacio.
Bajo el tosco sayal acanelado, propio de las Carmelitas Descalzas, sobresalía la torneada silueta de su cuerpo. La toca del hábito servía de marco a su rostro enigmático: de tez dorada y tersa como la pana.
Labios finos color de geranio y profundos ojos claros, inmensamente soñadores, parecían horadar los gruesos muros del convento. Su pensamiento caminaba hacia adentro por el pasillo de los recuerdos. La monja soñaba… cavilaba… volvía a vivir.
…Aquella tarde había también estado espléndida, como la de ahora (y su memoria la capturaba como si hubiese ocurrido ayer).
Después de realizar el noviciado obligatorio para poner a prueba y templar su vocación, había formulado sus votos perpetuos ante el capítulo de la orden y el Cardenal-Arzobispo, ingresando así como miembro de la orden de las Carmelitas Descalzas, su más ferviente anhelo, desde siempre.
En verdad, siempre había aspirado a ser monja. Allá en la tranquilidad del solar de la casa de la hacienda de sus padres, enclavada en un antiguo reino de nombre Guatemala, lugar bañado de luz y follaje, al otro lado de la mar océana; y que formaba parte del Nuevo Mundo, de lo que fue la América Española.
En aquellos parajes fue donde sus ojos descubrieron por primera vez la transparencia de la luz. Ahora suspiraba en la ausencia del suelo natal el cual nunca había podido olvidar.
– Ah! Patria mía, patria mía -exclamaba cada vez que se le atragantaba en la mente-, el vigor de tu follaje y el calor de tu cielo corren por mis venas. Del rocío de tus albas sagradas está conformado mi cuerpo, y en mi alma anida tu ensueño y tu grandiosa sencillez… retazo de mi ilusión.
En la paz de aquel valle había pasado momentos inolvidables -los recuerdos se le venían a borbotones- ¡Ah, sí! …sentada al pie del frondoso mangal que crecía en el centro de la hacienda, oyó el diálogo de cristal entre el río y la piedra, observando a los pájaros refugiarse en las copas de los árboles para apagar el incendio de celajes que en sus alas el ocaso encendía, había leído el libro de las Moradas de Santa Teresa de Jesús.
Tan místico y sublime le había parecido el mensaje que encerraba, que volvió a leerlo una y mil veces más.
Por ello estaba segura que había sido Santa Teresa quien había despertado a su anhelo religioso. Ya segura de sí misma, pidió entonces a sus padres que le enviasen a un convento.
Después de meditarlo algún tiempo, decidieron llevarla a España en donde la recluyeron en el Convento de Carmelitas Descalzas de Madrid.
-Pobres padres míos -musitaba-, verdaderamente sufrieron al verme trasponer las rejas del convento: habían planeado tanto para mí! Soñaban con que brillaría en los salones de la alta sociedad guatemalteca.
Pero, Eugenia, la hija de los señores Barahona y Palomeque, se había decidido por la tranquila soledad del convento. Rememoraba también que, más de algún pretendiente se había quebrado ante la fuerza de su alma.
Todavía recordaba cuando alguien le dijo en una oportunidad, al salir de misa… -¡Sor Margarita!, ¿acaso no ha escuchado la campana que llama a los oficios de nona? -estalló la voz de una monja vulnerable desde las arcadas del claustro.
En un instante los recuerdos se diluyeron en su tribulación y humildemente repuso: -¡Ay madre Priora, perdonadme! Estaba tan concentrada en mis pensamientos que no escuché el repique de las campanas de la iglesia.
En estos momentos voy para allá. Y levantándose apresuradamente se perdió en las galerías de los claustros.
== Capitulo II ==
Los oficios y las ceremonias revistieron el esplendor y la solemnidad acostumbrados. Sor Margarita -nombre que la amaba Eugenia había adoptado al ingresar al convento-, permaneció en la iglesia solidaria, postrada de hinojos en la balaustrada del comulgatorio en oración profunda.
El inmenso templo de tres naves acogía en sus columnas barrocas las sombras de la noche recién nacida. A través de los vitrales casi legendarios, los rayos moribundos del sol crepuscular iban sepultándose en catafalcos dorados entre los complicados retablos de los altares.
De pronto, Sor Margarita, se sintió transportada a un espacio sin tiempo. Le parecía flotar. Que volaba. Que estaba en el mismo lugar.
Una intensamente suave como la Ocarina del órgano, llegó a su corazón: -Margarita, hija mía -dijo aquella voz–. ¿Por qué te refugias en las galerías de este convento? ¿Por qué huyes? ¿Por qué no me sirves desde tu suelo natal? Ve allá Margarita; allá es donde te quiero.
Allá está todo por hacerse. Ve allá hija mía, ve… y la visión desapareció. Largas horas permaneció en la misma posición, hasta ser sorprendida por las monjas que entraban al templo a rezar el oficio nocturno de completas.
Sor Margarita refirió entonces, lo acontecido a la madre Priora. Después de discutirlo con el capítulo de la orden, le fue ordenado a la monja prepararse para retornar a Guatemala. Y así, en una mañana luminosa, un coche tirado por briosos corceles dejaba el convento de las Carmelitas Descalzas, llevando en su interior a la religiosa.
Corría el coche bajo el sol y el polvo de los caminos y campiñas de la provincias españolas, rumbo al puerto de Santander, en el golfo de Vizcaya.
De allí zarparía un buque para las Indias Occidentales. Antes de llegar al puerto, Sor Margarita se encaminó a Alba de Tormes, en la provincia de Salamanca, para depositar su destino sobre la tumba de Santa Teresa.
La travesía por mar fue larga y monótona. La joven monja permanecía sobre cubierta la mayor parte del día oyendo los recios cantos de los marineros, tragándose con los ojos la inmensidad del mar y la profundidad del cielo y diluyéndose en los celajes del sol moribundo, semiahogado en colores, y entonces su voz melodiosa se unía al canto de la Salve Regina de los marineros del barco.
Una mañana los gritos de los tripulantes y pasajeros del buque le anunciaron que las costas del Nuevo Mundo emergían en la lontananza. Subió precipitadamente al puente y la emoción se le fue resbalando de los ojos al corazón: ante sí se extendía su tierra virgen. Milenaria y fértil. Al día siguiente, el navío fondeó en el puerto de Santo Tomás de Castilla, en suelo guatemalteco. Sor Margarita bajó a tierra.
Y después de llenar las formalidades necesarias, y sin tomar en cuenta el cansancio que la agobiaba, emprendió el viaje hacia su convento en la Nueva Guatemala de la Asunción.
Los caballos trotaban sobre un camino nada parejo. La selva umbría, a ambos lados, se mecía abanicándose en el calor de la tarde que descendía con fuerza por las veredas doradas del sol.
La monja hurtaba a su patria el paisaje con todo su ser anhelante: ¡Hacía tanto que no la veía! ¡Hasta había llegado a creer que no sería sepultada en ella! Sor Margarita de Santa Teresa había comprendido por fin el sino de su existencia.
Ahora, al regresar, sabía con certeza que en su vida se había encendido un nuevo sendero que ya no podría abandonar.
El coche asistió al sepelio del sol y corrió con la luna enredada entre las ruedas durante la noche, hasta que la aurora la envolvió en un nuevo amanecer. Llegó a los linderos de la Nueva Guatemala. Entró a la ciudad por el Guarda del Golfo.
A travesó los barrios de la Parroquia, la Candelaria y el Cerrito del Carmen, deteniendo su marcha en la portería del convento de Santa Teresa, en la calle de Carrera. La monja se apeó y entró. Fue recibida por la Hermana portera, y conducida luego ante la madre Superiora, a la que entregó las cartas enviadas por la Priora del Convento de Madrid. -Sea usted bienvenida hermana -le dijo después de leerlas con detenimiento. Estas tierras necesitan de la oración y el trabajo de sus hijos.
Aquí nos hace falta. La llevaré a su celda. Sor Margarita cruzó los sombríos claustros tras la madre Priora que le indicó una pequeña celda semioscura.
Días más tarde obtuvo licencia para hacer una visita a sus padres perdidos en algún pueblo de la Costa Sur. A su regreso permaneció en el convento dando ejemplo de santidad. La madre Superiora seguía con agrado su vida sacrificada. Jamás había tenido una profesa tan abnegada y de vocación tan firme.
== Capítulo III ==
La Semana Santa se conmemoraba aquel año en el mes de abril. Toda la mañana del Viernes Santo, Sor Margarita había permanecido en la iglesia del Convento en oración. Tan profunda era su entrega que se sentía despojada, cada vez más, de sus atributos humanos y unida a la eternidad de Dios. Estaba trasponiendo las puertas del éxtasis.
Al igual que la vez anterior en el Convento de Madrid, un algo imprecisable la envolvió en una metamorfosis sublime. Una intensa claridad enmarcó su espíritu y sintió que podía ver sin mirar y hablar sin pronunciar en el alma del Creador y Formador.
– Señor -musitó-, gracias te doy por la infinita dicha que me concedes en estos momentos. Señor, soy tu sierva más indigna, pero confiando en tu misericordia quiero pedirte una sola gracia: ¡revélame cómo era Jesús cuando estuvo entre nosotros, aquí en la tierra!
Una voz, como salida de las tiorbas del órgano, le fue grabando la respuesta en el corazón: -De las imágenes que de Cristo se han eesculpido, la más parecida al Hijo de Dios, es el Nazareno que se encuentra en la iglesia de la orden mercedaria en la Nueva Guatemala de la Asunción… Y el milagro se la fue derritiendo en el cosmos de su cuerpo…
Al tiempo, salió de prisa del templo. Encontró a la madre Superiora en la puerta de la Sala Capitular. Con voz agitada y entrecortada le imploró: -Madre, Madre, ¡dejadme ir a visitar a Jesús de la Merced! ¡Por Dios, os lo suplico! Sorprendida la Superiora al ver el halo luminoso que enmarcaba sus ojos le respondió confusa: -Vaya usted hermana.
El Nazareno de la Merced sale en procesión este día. Es posible que lo encuentre cerca de aquí, tal vez por la plaza mayor. Batiendo al viento con su hábito, Sor Margarita abandonó el convento.
No sabía a dónde dirigirse, si al Templo de la Merced o ir en busca de las calles por donde pasaría la procesión. Indecisa, se detuvo en el atrio del convento. De súbito se dio cuenta que la procesión no andaba lejos.
Corrió así por la calle de Santa Teresa hasta alcanzar la de Concepción. Los ciriales y la cruz alta del procesional cortejo llegaban ya a las puertas del templo del Monasterio de la Concepción, cuyo frente caía sobre la calle a la cual nombraba. Subió las gradas del atrio y se apoyó en la balaustrada de calicanto.
Tras los ciriales uno a uno los cucuruchos y penitentes revestidos de túnica morada y paletina negra desfilaban en silencio, místicos, meditabundos, cansados.
El sol engarzado en azul del cielo y el viento espolvoreaban flor de corozo y espirales de incienso en el ambiente, mientras los bronces de la banda de música sembrada tras las pisadas sangrantes del Redentor del Mundo, el gemido de sus notas.
Tras la interminable columna de penitentes apareció, en la esquina de la calle de la Merced doblando hacia la de la Concepción, el anda sencilla sobre la cual descansaba la imagen de Jesús Nazareno de la Merced, bajo palio.
Desde las ventanas veladas del coro alto del templo, el coro de monjas entonó el responsorio Tristis est ánima mea usque ad morten… Mientras la polifonía intrincada del responsorio se amalgamaba con el canto llano de las monjas concertas, Sor Margarita permanecía extasiada frente al cortejo procesional.
Al pasar junto a las puertas del Monasterio de la Concepción, la procesión se detuvo. Sentía la mirada angustiosamente dulce de Jesús clavada en la suya. ¡Cuánto dolor encontraba en aquel rostro! Su expresión era de un sufrimiento inmenso y una resignación suprema.
Cubría aquel cuerpo flagelado una túnica roja bordada en oro y un sudor de sangre y perlas bañaban sus sienes clavadas de espinas de oro. Colocado al centro del anda sembrada de espigas de trigo y vides, bajo el palio recamado en oro, con pasos vacilantes caminaba lentamente, doblegado por el pesado madero.
Sor Margarita sufría al ver a aquel Nazareno. Sabía que era la imagen que más se acercaba al Cristo verdadero… ¡Dios Padre mismo se lo había susurrado al corazón! La mansedumbre de los ojos de Jesús de la Merced la bañaba en la diafanidad de su bondad, en la agonía de su martirio.
Y… dos lágrimas de amor se le desprendieron anegando de infinito el espíritu de Sor Margarita. Entonces una vorágine la atrapó en su torbellino, y su cuerpo se desplomó al pie de la pilastra.
Una beata de mengala y manto negro, que estaba a su lado, acudió presurosa en su auxilio. La ayudó a incorporarse y, como pudo la condujo a la Sacristía del templo del monasterio. La madre sacristana la acogió en la sacristía.
– Tome hermana -le dijo, tendiéndole un vaso de agua-, refrésquese. El sol ardiente la debe haber afectado y ha desfallecido. -Gracias, hermana -respondió agradecidaa-.
Lo que me pasa es que la emoción de mi alma me ha hecho flaquear. Han de saber que he tenido una visión maravillosa: ¡Jesús de la Merced es la imagen más perfecta de Cristo! Oigan mi historia.
Y con voz tenue, les relató su visión milagrosa. La beata del pueblo cayó de rodillas cubriéndose la cabeza con su manto y persignándose reverente. Con asombro, la madre sacristana le comentó: -¿Sabe, hermana? Lo que nos cuenta es verdaderamente maravilloso.
¿Acaso conoce usted la historia del Señor de la Merced? -No, no la sé, Madre -repuso Sor Margarita-, pero si usted la sabe, le suplico que me la relate. Hable, hable por favor. -Escuche, entonces:
Cuentan por los viejos barrios de la Nueva Guatemala, que por aquellos tiempos, cuando la vieja capital del Reino Santiago de Guatemala ostentaba todavía orgullosa sus pendones en el Valle de Panchoy, era sacristán de la Iglesia de la Escuela de Cristo, un joven criollo, cuyo mayor anhelo había sido ser escultor.
Sus pobres medios sólo le permitían poseer un pequeño y humilde taller en uno de los campanarios abandonadas del convento y que los padres bondadosamente les habían cedido.
Ese campanario todavía existe, está sobre la calle de los Pasos. En cierta ocasión, alguien le obsequió un trozo de madera de naranjo, y en seguida concibió la idea de burilar un Nazareno.
Y así, después de arduo trabajo, de largos meses de dedicación completa y absoluta, de aquellas manos toscas pero inocentes, nació la bellísima imagen de Jesús Nazareno de la Merced que con el correr de las vicisitudes del tiempo, llegaría al altar de la Cofradía en la iglesia de los padres mercedarios y se convertiría en la milagrosa imagen de Jesús Nazareno de la Merced.
Transcurrieron los años y la fama de los milagros del Señor de la Merced eran cada vez mayores. De tal manera que fue consagrada con una pompa poco vista en Santiago de Guatemala y en toda la América Española, un día del mes de agosto de 1717 por el obispo Juan Bautista Álvarez de Toledo.
Después de los terremotos de Santa Marta y la consiguiente ruina de la Ciudad del Señor Santiago, la imagen se trasladó con la orden mercedaria al templo edificado aquí, en la Nueva Guatemala de la Asunción, donde hoy la veneramos”
Y ha de saber usted hermana, que se cuentan en esta ciudad grandes sucesos del Señor de la Merced -continuó la Hermana Sacristana-. Por el callejón de Jesús vive una chichigua, gente rústica, del pueblo, que relata que una vez tuvo una aflicción muy grande; tanto que ni real tenía para comer; entonces, como era muy devota de Jesús en su desesperación se fue a su capilla y le pidió con intenso fervor que la ayudara, y dice la señora Minga Carrillo, que así se llama, que Jesús de la Merced lloró por ella: dos lágrimas de plata cayeron a sus pies.
Ella las tomó y las empeñó con los judíos de la calle del Comercio y así salió de sus penas. Pero, cuando por fin Dios la socorrió y lo pudo hacer, sacó la prenda y le devolvió a Jesús sus lágrimas dejándoselas entre el manto, cerca de la cruz.
Otras gentes dicen que Jesús les ha curado a sus enfermos y en el Ayuntamiento, los síndicos aseguran que Jesús de la Merced ha aliviado la sequía y los temblores que tanto agitan esta ciudad.
En fin, hermana, es verdaderamente milagroso…” En tanto la monja concepta concluía su relato, el mohoso reloj de uno de los campanarios de la Catedral despertó al tiempo dormido con dos graves campanadas.
Sor Margarita se dio cuenta que debía regresar al convento de las teresinas. Agradeció el auxilio a su hermana en la fe y salió corriendo a la Sacristía. Atravesó el atrio del convento de la Concepción y se perdió en la calle del Sol.
== Capítulo IV ==
Mucho tiempo transcurrió desde el día en que el deseo sublime de la joven monja carmelita se había cumplido: conocer la imagen más perfecta del Hijo de Dios en la tierra. El espíritu del liberalismo inundó por fin el ámbito de la patria guatemalteca llenando de ideales de progreso los campos, los pueblos y las ciudades, asestando al fervor religioso un golpe mortal.
Los hombres consagrados al mundo de lo divino fueron expulsados de conventos, monasterios y beateríos. Fue así como la luz racional de la verdad comenzó a brillar en Guatemala.
En medio de esta revolución de las ideas, la madre Margarita de Santa Teresa, Priora del convento de Carmelitas Descalzas de la Nueva Guatemala de la Asunción, partía con su grey desterrada hacia el Viejo Mundo. Aquella monja afable, ahora madura y firme de carácter, se había convertido en la rosa náutica de su comunidad, que en esos instantes iba en pos de un nuevo norte.
Tras múltiples penalidades lograron abordar un bergantín, que se hizo a la mar océana, la madre Margarita veía cómo las olas se tragaban las costas de su patria, quizás para siempre. Pero estaba tranquila.
En su alma brillaban en pedazos de madrugada las lágrimas que un día depositara en ella Jesús Nazareno de la Merced, la imagen más perfecta del Hijo de Dios; y ella lo sabía con toda certeza porque Dios Padre se lo había manifestado y asegurado.
Y el pequeño buque de dos palos y velas cuadradas, se perdió en la línea del horizonte, donde las estrellas caen en cascadas de espuma desde lo más profundo del firmamento infinito.
Fuente: Celso Lara en el Libro Semana Santa de editorial Artemis Edinter, texto en digital por el blog de Jesús de la Merced, 2011.