Brevísimo análisis sociológico de la Semana Santa actual en Guatemala
El fenómeno de la Cuaresma y la Semana Santa en Guatemala es amplio y profundo. Lo religioso es sólo uno de sus elementos (con diversidad también), pero es en lo social que subyace su heterogeneidad más amplia. La tradición de la Semana Santa expresada en los ritos procesionales y otros paralitúrgicos (es decir, aquellos que no están en la liturgia oficial) son de la gente.
La gente, el común, expresa su sentir y relaciona su vida con lo ritual y sus símbolos. De esa forma les da sentido.
En la tradición se encuentra una razón de ser mucho más fuerte que en el seguimiento de lo que manda
la Iglesia, porque en lo segundo se cumple, pero en lo primero se construye con las relaciones que se entienden.
Incluso, a la ritualidad litúrgica oficial la gente le agrega su cultura particular. Desde finales del siglo XIX la Iglesia ha ido comprendiendo esto y por ello es que ahora se adapta a los contextos. Cuando no lo ha hecho dentro de este contexto de la modernidad ha sido rechazada. Intentar enmarcar los ritos de la Semana Santa guatemalteca en el idealismo religioso es un error. Por supuesto que su constitución como acto de fe es uno de los ejes transversales.
Sin embargo, las relaciones sociales de identificación también lo son. Salir en familia o en grupo de amistades a ver la procesión permite construir comunidad. Se busca la comida tradicional de la época, la reconfiguración del espacio público en la fiesta sacra y el parar un momento de una cotidianidad monótona. Los ritos no son sólo los que realiza la Iglesia y las cofradías, hermandades y asociaciones de pasión, sino también las vendedoras y los vendedores de comida, bebidas y juguetes; quienes hacen las alfombras; los músicos; quienes adornan los balcones con cortinas y flores y quienes cantan al paso de la procesión; quienes dirigen programas radiales, entre otros. La gente, el común, se apropia de lo que le corresponde.
Tiene participación central, y si la imagen de culto devocional es la figura principal, también lo es la gente. Sin la gente común que le da sentido a la tradición, porque identifica su sufrimiento social con las imágenes de su devoción y construye diversas formas de esperanza, la Semana Santa no tiene riqueza.
Quedarse con la imagen de su procesión, hoy que la tecnología lo permite de manera masificada, es una prioridad. Tomar la foto y después persignarse resulta una escena constante en los cortejos procesionales. El recuerdo grabado en el teléfono celular, en la cámara fotográfica y en la de video se comparte en las redes sociales y amplía la memoria histórica. Así como en las relaciones cotidianas se capturan los múltiples momentos del día, en las procesiones se hace lo mismo.
No puede saberse qué hay en la mente de quien observa y capta la imagen, pero seguro que existe una relación social contextualizada, es decir históricamente situada. Se está diciendo con ello que el rito es de la gente. Por lo tanto, de nada sirve escandalizarse porque se rompe el orden del fervor. La gente lo convierte en relación de su momento histórico, el cual responde al desarrollo de los distintos elementos materiales con los que contamos en el sistema que vivimos.
Con esto quiero decir que los rituales de la tradición de una Semana Santa popular son del pueblo, son de la gente, son del común. Hay un discurso de la alta jerarquía eclesiástica que muchas veces está desconectado de la realidad concreta. La gente necesita afianzarse a sus creencias, siempre y cuando sean coherentes con su mundo.
Desde las formas elementales de la vida religiosa, que es el título del famoso libro del antropólogo Émile Durkheim, hasta la actualidad, los símbolos de la religión están conectados con lo que se vive y se conoce.
El problema es cuando las relaciones de poder niegan el acceso al conocimiento de lo religioso y lo divorcian de lo social. Eso ha pasado por siglos, y continúa. Por ello es que resulta tan importante que sea la gente la que disponga cómo hacerse de su tradición, y si para eso necesita captar la imagen en su teléfono celular antes de persignarse, tendrá más sentido que la búsqueda sin respuestas de la salvación eterna más allá de lo que la fe y los dogmas permitan.
El encuentro entre la imagen devocional y el sujeto o sujeta que le rinde culto ocurre también en la memoria y en el recuerdo. Primero, las pinturas; luego, el grabado; después, la estampita, la fotografía, el afiche. Hoy, la imagen digital que puede viajar en cuestión de segundos al otro lado del mundo por las redes sociales del espacio virtual, o en mayor tiempo, pero igual de segura por cualquier artefacto y código computacional. “Se vuelve viral” (utilizando la terminología coloquial actual respecto a las comunicaciones virtuales) y provoca la conexión con el momento, incluso en tiempo real.
El evento se registra sin la necesidad de mayor técnica: es suficiente alzar los brazos, enfocar bien y oprimir la pantalla del celular o de la cámara. Pero la imagen devocional, el rostro del Nazareno, de la Virgen de Soledad, del hijo cargando, de la hija con el hombro en el bolillo del anda inmensa, se queda en ese aparato de uso cotidiano. La imagen virtual asegura la escena de la imagen devocional, del rito, y rezar puede quedar para después, incluso, al activar el dispositivo móvil o el descansador de pantalla en
la computadora.
Por: Mauricio José Chaulón Vélez / Escuela de Historia, Universidad de San Carlos de Guatemala;
Guatemala, Viernes de Dolores, 7 de abril de 2017, Suplemento Especial de Diario La Hora / Página 7