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El Turno: cuento de terror en Semana Santa

Poporopoas_pinulito_septiembre

Obra literaria que nos envía: Mario Cardona.

I

Lunes Santo, las farolas de las calles ya habían comenzado a bañar el concreto de los andenes, el crepúsculo era una antesala hacia el desvanecimiento de la luz del sol; pronto la noche inundaría las calles y las alfombras, y a los cientos de devotos que caminaban y admiraban las andas. Los cucuruchos adornaban las calles con sus colores penitenciales; el morado y las paletinas color negro, con bordados dorados y otros tantos negros y blancos. El murmullo de la muchedumbre era abrumador, los vendedores vociferaban ofreciendo los productos que llevaban a cuestas o sobre canastillas improvisadas. La solemnidad acurrucaba los cielos cuando se aunaba la presencia del incienso (que ascendía con majestuosidad, y luego se perdía en las narices de los espectadores ansiosos apostados en las laderas de las calles), de las marchas fúnebres que llenaban las calles con melodías melancólicas, pero de belleza infinita. Los pasos se adelantaban a las andas, que todos esperaban con intriga; el adorno, el Nazareno se acercaba, ¡oh, otra vez a presenciarlo después de una larga pausa que se ajustaba a los pliegues de un año que se escabullía como la vida misma!

Sí, seguramente ustedes ya hayan escuchado de esta leyenda, que ha sido contada por innumerables gentes a lo largo de esta majestuosa y antigua procesión de lunes Santo. ¿No? Tal vez mis palabras les refresque la memoria.

Un hombre de pronto se coló entre la muchedumbre que se hallaba apostada en las calles para presenciar el cortejo; éste había aparecido desde una esquina de una de las calles de la zona uno. E infiltrándose entre el apiñamiento, comenzaba a atropellarlos, y a hacerse de espacio a base de su imposición corporal, pues el hombre era muy alto; quizá de unos dos metros de alto. Eso sí, era delgado como un espagueti, de manos largas y garrudas. Su piel era de un tono grisáceo, bastante insano si se le veía con detenimiento. Pero eso no era lo que hacía distinguir entre el demás público, pues su vestimenta resultaba para el que le veía tan extravagante que les resultaba un hombre ridículo, y de inmediato formaban un media luna en forma de sonrisa, y otros más atrevidos se echaban una carcajada en su honor.

—¡Abrid paso —murmuraba, cuando un alargado brazo atravesaba a dos señoras que charlaban en el medio del andén y obstruían el tránsito del hombre, que parecía ir tarde a su turno—, abrid paso!

Como todos saben, las señoras (las gordas dirían unos) son personas muy especiales, que suelen ser quisquillosas, y en el momento en el que este hombre sin modales se les atravesaba, como una especie de modalidad de defensa, estaba listas para fulminarle con la mirada, y acto seguido comenzar su espaviento. Sin embargo, cuando lo veían pasar, ellas se quedaban absortas en su apariencia y no podían articular palabras. ¿Ya recuerdan? Pues les diré, que el hombre del que hablo, estaba vestido con una casaca beige, una chupa y un pantalón del mismo color, con bordados en oro. Además una camisa de mangas largas, y era acompañado por unas medias de seda. Su aspecto era como el de un hombre del siglo dieciocho. Era imposible que no llamase la atención con ese aspecto tan rimbombante.

Se detuvo un momento cuando la procesión asomaba cerca de donde él se hallaba, así que aguardó, a que las andas pasaran, y las observó perdido en la belleza de estas, hasta que derramaron sus ojos lágrimas de la emoción. Al cabo, volvió a adelantársele unas diez cuadras. Empero, mientras iba caminando al lado de cucuruchos y las otras personas, él se percató que llamaba la atención de una manera inmediata. Esto, a su vez, lo hizo reaccionar, pues no recordaba que las andas fueran tan largas y esplendorosas, además del uniforme que portaban las personas que le llevaban en hombros. Además, las vestimentas de los civiles eran abrumadoramente distintas a la suya; recordó que no estaba en su tiempo, porque él ya no era el mismo.

No hay que ocultar que él era un hombre feo, pues su nariz era aguileña y demasiado prominente. Sus pómulos estaban demasiado hundidos, y sus orejas eran alargadas y con la forma de gotas de agua al revés. Sus ojos eran pequeños pero saltones, casi como los de una rata, y sus labios aunque pequeños, dejaban al descubierto un diente filoso y mal crecido, en forma de gancho. Aunque parecía ser un hombre que otrora había sido de la realeza, era demasiado feo y demacrado, aunque él se sintiera fuerte como un toro, su apariencia hacía pensar todo lo contrario.

El hombre se metió en una tiendilla, que pensó se hallaba vacía. Él estaba muy entusiasmado con toda la magnificencia y solemnidad del cortejo, y quería ser parte de él de una manera más activa. Era buen observador, y se había percatado que los hombres de los uniformes llevaban unos cartones en el pecho, con una fotografía de la imagen, que les acreditaba con el derecho de llevarle en hombros. Quería pensar en cómo se agenciaría de esos medios para poder cargar al Nazareno. Los uniformes —túnicas— que usaban los demás eran demasiado pequeños para él sin duda alguna, así que le agobiaba el sólo pensar en la imposibilidad de que alguien le cediese el suyo. Y mientras se estrellaba levemente la cabeza contra el enrejado de la tiendecilla, vio a dos civiles entrar al lugar. Estos pidieron unas botellas de agua, y unas fritangas; y mientras esperaban comenzaron a reírse y hacer bromas. Le hablaron afuera, a un grandullón, que se hallaba parado con la expresión perdida. ¡Casi tan alto como él! Pero eso sí, mucho más corpulento. Pronto voltearon los dos civiles hacia donde se hallaba nuestro amigo.

—¡Puta, y éste ‘cerote’ qué! —dijo uno echándose a reír a carcajadas sin pudor alguno.

El otro volteó hacia donde el anterior le había indicado, señalándole con el dedo índice, y en el acto también se echó a reír. Ambos se estaban doblados sin poder dejar de carcajearse abiertamente, de la apariencia del hombre. Pero éste encontró el momento perfecto para poder apoderarse del traje de su amigo. Cuando se irguieron, en carcajadas menos prominentes, pero sí riendo todavía, le pedían perdón. Pero el hombre no respondió a las disculpas de los civiles, y en vez de eso, de su rostro comenzaron a brotar más ojos, como los de una araña, y eran verdosos y horripilantes… pero los dos civiles no gritaron ni tampoco se pusieron nerviosos, sino que entraron en una especie de transe, en el cual sus expresiones de júbilo y picardía cambiaron a unas sin expresión; entonces se dieron media vuelta y fueron a decirle algo al oído a su amigo que los esperaba afuera. Cuando terminaron de hablarle —ambos a la misma vez—, éste volteó hacia la tiendecilla, donde se hallaba parado el hombre, con un aspecto inhumano y escalofriante. Los tres entraron, y el cucurucho se quitó la túnica y se la alcanzó al monstruo. Cuando la recibió éste desapareció.

Luego de conseguida la vestimenta que le haría pasar más inadvertido que antes —aunque sus problemas estribaban por otros lados, como que la túnica le quedaba ridículamente holgada y un poco corta—; pero no hizo caso a las miradas que dos o tres personas le prodigaban. Luego al observar a los feligreses (después de él mismo ir en un solemne trance observando la procesión), se percató que si iba cerca del anda, nadie le notaría, pues es antes que las gentes se distraen con las demás cosas del entorno. Y así hizo. No se despegó del anda en todo lo que faltaba del recorrido. Pero como todos los buenos cucuruchos saben, para alguien que no tiene turno —por supuesto, que esto nuestro amigo no tenía remota idea— y aún así alberga la esperanza de llevar en hombros a su imagen de devoción, debe permanecer un poco más adelante, donde algún inspector de turnos pueda darse cuenta y llamarte si así se le requiere, o bien hablar con alguno de ellos, para que si alguien falta poder posicionarte. En fin. Ya se acercaba la procesión al final de su recorrido, un turno hacía falta, y no bien se sabe si fue el azar, o qué sucedió, pero un inspector notó a nuestro amigo y le llamó para ubicarse en el Honor Entrada.

—¡Ven que nos hace falta uno! —le había dicho.

Pero al llegar al brazo setenta y seis, se dieron cuenta que él rebalsaba a todos los otros por cerca de diez centímetros. El inspector, pensó en removerlo y buscó a los demás cucuruchos que se acercaban caminando en las filas interminables. Pero, antes de pedir a otro voluntario, le tenía que decir a nuestro amigo que su altura excedía demasiado al turno. Pero cuando se volvió, advirtió que el hombre cabía perfectamente en el brazo. Sus ojos bajaron ávidamente hacia el suelo, para verificar que no se estuviera curvando, porque bien sabía lo que significaba su anterior gesto de duda. ¡Pero no! El inspector meneó la cabeza ligeramente, y cerró los ojos, y al cabo de unos segundos los volvió a abrir para verificar si lo que veía era enteramente cierto. Se rascó la cabeza, y luego bostezó como una fiera; inmediatamente le atribuyó esa “visión” al cansancio de las más de doce horas de recorrido de la procesión, y continuó.

—Buenas noches señores —comenzó uno de los inspectores, que se distinguían por sus medallas en el pecho (con nombres de «cargos»)—, ¡bienvenidos a su turno!

Volvieron a contar a los integrantes del turno, ambos se iban de lado a lado, para la verificación de todos, y convenían lo siguiente: el turno estaba completo.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco —agitaban la mano, señalando a los integrantes mientras murmuraban sus conteos, parecían avispas rodeando su panal—, seis, siete, ocho, nueve, diez, once…

Fueron cinco veces las que hicieron el conteo. Todo parecía en regla. Otros que habían sido seleccionados como voluntarios, sudaban, esperando que no les sacaran del turno, y se quedaban, mientras que otros no contaban con esa misma suerte. En fin, el anda estaba a escasos diez metros.

Cuando vieron el anda asomarse, todos se arrodillaron y acto seguido se persignaron, incluyendo a nuestro peculiar amigo. Al cabo, se pusieron en pie.

—Buen turno —les dijo el último de los organizadores que quedaba y se retiró.

Recibieron el turno, y entraron la procesión a la Iglesia. Una vez finalizó el turno y los músicos callaron. Nuestro amigo se preguntó —al advertir que los demás poseían una cartulina en el pecho, que les quedaba de recuerdo, de ese momento maravilloso—, dónde había quedado el suyo. Pero todos los demás comenzaban a abandonar, la iglesia, dejándolo a él con la duda. Sin embargo, avistó al inspector que le había dado amablemente la oportunidad de participar, y se condujo hacia él.

—Buenas noches —le dijo, tocándole delicadamente la espalda, con una floritura inexistente en tiempos actuales—, buen caballero.

El inspector se volvió hacia él, y al percatarse de quién se trataba le sonrió cortésmente —aunque para entonces ya había vuelto a su altura natural—, y le dio su mano.

—¿Buen turno? —le preguntó con una soñadora sonrisa.

—¡Excelso!

—Me siento muy feliz por usted —y le golpeó el brazo en gesto amistoso.

—Sí —dijo con total seguridad, un tanto de autómata—, he venido a preguntaros, ¿cómo es que yo no poseo el cromo de mis demás compañeros? Pues me he dado cuenta, que hasta llevan el número de brazo con el que cargaron.

Por el acento, el inspector rápidamente pensó que era un extranjero, y por tanto no conocía el mecanismo del país.

—Eh, sí señor —dijo sonriendo nerviosamente—… pues verá, nosotros vendemos los turnos con muchos meses de antelación. Eso significa que su brazo ya estaba ocupado desde el principio, y el dueño del turno (supongo) no pudo venir a tiempo, y por tanto le solicitamos a usted que nos ayudase, pero el dueño de la cartulina, como nosotros le llamamos, no está aquí.

—Oh… —apenas pudo articular un sonido, mientras sus ojos se quedaban como platos, pues no había entendido mucho, pero sí lo suficiente.

—Pero no se preocupe —quiso seguir el inspector como un apelativo para la huida—, tal vez si se lo encuentra, se lo pueda regalar —claro estaba que él hablaba en broma—. ¡Pero descuide, lo importante es que llevó al señor en brazos! —y le palmeó nuevamente.

—¿Y vosotros podéis decirme dónde puedo encontrar a esta persona? —le inquirió.

Al escuchar esa pregunta tan extraña, la mueca de sonrisa se le esfumó de la cara al inspector, y cobró nuevos ánimos nerviosos.

—Ah…, pues… pues no —farfulló mientras meneaba la cabeza, casi como un tic.

Entonces los ojos del hombre le penetraron los más adentro de su espíritu.

—Si vosotros me lo proporcionáis, haréis más rápida mi búsqueda, y así poder pedírselo en persona —replicó, con un aire de insistencia y cierto dejo glacial.

—No, es imposible —dijo, ahora asustado el muchacho—, no tengo idea de dónde está ni quién sea. Esos datos, no los poseo yo, sino una computadora a la que no tenemos acceso.

El hombre asintió. Se dio media vuelta y abandonó la iglesia en un parpadeo y sin media más palabras.

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II

Nuestro amigo era buscando excepcional, y en poco tiempo pudo dar con el nombre, del quién creía que poseía el cromo que no le pertenecía por principio —un principio muy subjetivo, desde luego.

Sin embargo, dispuesto a dar con él, fue a buscarle a su casa (a unas cuadras de la iglesia La Parroquia, curiosamente), y esperó enfrente de la misma a que saliera el hombre. Cuando lo advirtió ataviado con su túnica de martes Santo —él todavía conservaba la indumentaria del día pasado—, se acercó a él.

—Buenas tardes camarada —dijo con su acento marcadamente español—, ¿dónde es que está ahora la procesión?

El hombre se sobrecogió al verlo venir, pero al darse cuenta que era un cucurucho (uno desorientado, por su atuendo), se calmó y se detuvo dirigiéndole una sonrisa amistosa. El hombre, en cuestión, era de metro ochenta más o menos, era robusto y de piel muy parda, nariz muy plana y ancha; su pelo parecía ensortijado y en unos semi-rulos, negros como la noche.

—Pues déjeme decirle —le señalaba con la mano—, que por el momento se encuentra en el Parque Central. De hecho yo voy para allá.

—Es una tristeza —le dio giro a la conversación—, que haya gente que tenga los… —y miró el pecho del hombre.

—¿Turnos? —le complementó, sabiendo de qué hablaba.

—¡Sí! Los turnos, que los tengan las gentes que no se los merecen. ¿Sabe por qué no los merecen?

—No —dio un trago largo y amargo.

—Porque no cargan al Señor —replicó con sus ojos profundos—, y se quedan con los “turnos” —hizo énfasis en la palabra, pero no porque tuviera un significado, sino porque le costaba trabajo llamarlos turnos en vez de cromos—, que no les pertenecen.

—La verdad señor —respondió frunciendo el entrecejo, e intentaba moverse de donde estaba, y nuestro amigo no se lo impedía—, no tengo ni idea de qué me está hablando, así que con su permiso ya voy tarde para mi turno —y continuó su andar.

—¿Ese sí le interesa entonces, señor Rodríguez? —le dijo clavado en el mismo sitio (en el lado izquierdo de la Iglesia la Parroquia).

Rodríguez se detuvo en el acto, cuando comenzaba a asomar el enrejado de la iglesia y se disponía a cruzar la calle rápidamente. Sin embargo, esas palabras habían hecho mella en el hombre. Las cosas eran claras porque, ¿cómo sabía su nombre y que no había cargado la madrugada del Martes Santo? ¿Acaso lo conocía? ¿Eso importaba?

Rodríguez también se quedó clavado al asfalto por unos segundos, con el entrecejo ahora más apretado, entre sus espesas cejas. Preguntándose si conocía a ese hombre de alguna parte. Una perla de sudor rodó por su frente y se abrió paso hasta sus desproporcionadamente abultados labios. Él se lamió el sudor con la lengua, mientras el silencio gobernaba extrañamente en aquél área limítrofe a la calle martí. Pero en cambio, observó que todo se hallaba en la más inusual calma, casi desértica. No veía a nadie por ningún lugar; y a lo lejos, en la calle martí, advertía algún carro que iba a una velocidad alta y luego nada. Observó los vestigios de las alfombras dibujados en el moribundo y desértico suelo. El aserrín mesclado, atascado en las grietas de las planchas de concreto y los parches de sedimento petrolero.

—Ayer no parecía de tanta importancia —le dijo al cabo.

Rodríguez sintió un escalofrío bajar por su espina, y cómo su sangre se helaba en todo su cuerpo. Rodríguez se dio media vuelta hacia el hombre.

—¿Cómo sabe eso?

Él se sonrió; el sol era infernal para entonces.

—Si quiere le daré mi teléfono y mi billetera…

—…no me interesan vuestros objetos personales —le interrumpió con una voz glacial, y siniestramente ronca—, señor Rodríguez, pues veréis, yo no soy el ladrón entre nosotros dos.

Rodríguez bajó la mirada, para tomar fuerzas. Se sentía atrapado, pues al examinar se dio cuenta que no había nadie a kilómetros a la redonda, y de verdad temía por su vida, puesto que pensó que su interlocutor no estaba del todo cuerdo. Hasta pensó que se había equivocado de persona, pero entonces se dijo, «si así fuera, ¿cómo sabe mi apellido?»; se frotó sus sudorosos dedos con las palmas de sus manos y tomando fuerzas, pensó en hacer tiempo para que alguien asomase.

—Señor, Marcos Rodríguez —comenzó con más autoridad, y comenzó a caminar hacia él, pausadamente—, ¿acaso puso atención a todo lo que os dije antes?

Pero Rodríguez al escuchar su nombre de pila, quedó pasmado y no pudo mover un músculo, y aunque le provocaba un terror sin igual ver que el escuálido y larguirucho cucurucho se acercaba a él de manera ominosa, no podía mover ni siquiera un dedo, debido a su estado catatónico.

—N…n…no —consiguió decir.

El hombre se sonrió con un gesto amistoso, que no estaba ni cerca de acabar con el terror que inspiraba a su interlocutor.

—Veréis —dijo, mientras le acariciaba el hombro, como si fuesen amigos—, usted tiene en su posesión un objeto que es mío por la naturaleza de los acontecimientos. Y sería muy mezquino de vuestra parte, robarle a un hombre que atesora mucho un momento así, el cromo…digo…, el turno que por derecho es mío. ¿Comprendéis?

—No sé de qué habla —respondió apenas terminó de pronunciar la última palabra—, yo a usted no lo conozco, y no me gusta coger las cosas que no son de mi propiedad, es un error, sí, eso, ¡un error!

—No señor, yo no cometo errores, pues ayer cargué la entrada de la procesión de esta bella iglesia, en el brazo setenta y seis. ¿Os suena?

—¿Usted cargó mi turno?

El hombre asintió.

—Ahora comprendéis, que el que vosotros tengáis el turno en vuestras manos es una infamia para la naturaleza. Ese cartoncillo me pertenece.

—¡Usted está loco! —comenzó a mover las manos de forma eléctrica, como si espantara un enjambre de moscas—. ¡El legítimo dueño de esa cartulina, y del turno soy yo, pues la tengo en mi posesión, desde más de veinte años!

—Podréis ser dueño de las otras diecinueve, pero la de este año, como antes os dije, me pertenece a mí —concluyó sin inmutarse, con una voz más melodiosa.

—¡Está loco, si cree que le regalaré mi cartulina a costa de sus ambiguas amenazas!

—¿Ambiguas? ¿Amenazas? —se sonrió, mientras se mordía la mandíbula, tratando de controlar la ira que sintió de pronto dentro de sí—. Porque no os dejo toda esta semana para que lo penséis bien. El lunes de pascua lo espero aquí a las dos en punto de la tarde, para que usted pueda entregarme lo que es mío. Hasta entonces, os dejo para que reflexionéis que es lo más justo.

Iba a repetir que estaba completamente loco si pensaba que accedería a su ridícula proposición, pero en cuestión de un parpadeo, el extraño hombre desapareció, y con ello, la completa soledad también de se desvaneció y advirtió al menos a unas quince personas en ese solo parpadeo, en los alrededores y lugares que antes no había ni un alma.

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III

Marcos Rodríguez soñó esa noche, con una abrumadora precisión —aunque él lo ignoraba desde luego—, los acontecimientos que habían tenido lugar la madrugada del martes. Es más, no parecía una especie de sueño, sino como si realmente hubiera vuelto a ese día, y en vez de haberse quedado dormido, sí hubiera asistido a la procesión. Ahora, con la marcha llegaba la posesión onírica, que dictaba los actos un poco peculiares, entre ellos, la calidad de los movimientos, un poco lentos, y que a veces pudiera observar las acciones desde otro punto de vista que no fuera el suyo propio, como quien cambia las cámaras de algún espectáculo deportivo. Todas las personas, parecían desconocidos y a su vez, tan familiares, cosa tan ambigua propia de una ensoñación; pero Rodríguez no lo podía percibir.

Rodríguez se acercó con celeridad al anda, que parecía ir a veces tan rápido que él la veía correr; luego volteaba pensando que perdería su turno, que se apresuraba, pero los mundos de gente eran interminables. Luego, al voltear, advertía que el anda no estaba; que aún no pasaría dentro de un buen rato. De pronto se encontró a los pies de una alfombra colorida, muy hermosa, con diseños muy tradicionales al estilo de la Antigua Guatemala, cuando bajó la mirada para seguir caminando entre el apiñamiento. Todo el público le parecía en exceso grosero, indemne, inmóvil y como si lo desdeñasen a posta. En ese impase, se recordó a sí mismo más pequeño que los demás, como si de pronto él fuera un enano. Pero volvió y allí estaba, justo a los pies de la alfombra; ahora advertía que la iglesia se había perdido. Él estaba en otra calle, muy lejos de donde se suponía cargaría. Había unos hombres en esmoquin formados en filas paralelas en las lindes de la alfombra. El piso, estaba empedrado.

—¿Dónde está la procesión? —masculló.

Una vieja que se hallaba arrodillada, con un solo diente en sus ensillas moradas, y un pañuelo de colores sujeto en su canosa cabeza, le sonrió y le dijo:

—¿Qué procesión?

—La de lunes Santo —replicó él con cierta aflicción.

—¿Qué? Esa no pasa por aquí —le respondió—, además la procesión que pasa por esta calle, ya pasó hace dos semanas —rió como si él hombre hiciera el ridículo o estuviera loco.

—¿De qué habla? —y volteó hacia donde estaban los hombres con los brazos cruzados y pegados a sus abdómenes, como en una posición marcial de descanso—, porque aquí están… —entonces se dio cuenta que no había nadie además de la señora y su alfombra de aserrín que se la comenzaba a llevar el viento.

—Usted está muy lejos de donde quiere estar —le manifestó poniéndose de pie, ayudándose por el bordillo del andén—; debe ir por allá —y cuando él se percató ella le señalaba a su lado, con sus avejentadas manos.

Y sin pronunciar un agradecimiento, como si fuese alguna especie de máquina comenzó a caminar por donde la vieja le había indicado. Donde se hallaba anteriormente había luz del sol, pero cuando cambió de andén, de pronto se dio cuenta que la noche lo cubría con su manto tutelar. Las luces de las farolas amarillentas eran su guía; todo se estaba en el mayor de los silencios, como si la vida se hubiera extinto. Caminó por esa calle, esperando a que nada le pasara, y cuando volvió a cambiar de calle, se encontró con el tumulto y se le apareció el anda, en pleno cruce. Era un nazareno distinto al que él iba a cargar. Se preguntó en qué día estaban, pero no recordaba. Se movió hacia la multitud y entró en ella. Pero no logró ver nada después de haberse metido entre la multitud, porque todos parecían árboles. Pero cuando llegó a una de las partes superiores, le preguntó a una persona, que tuvo que agacharse para poder responderle.

—¿Dónde va la procesión?

—La procesión cambió de ruta, ahora va para…

Y aunque no escuchó la dirección, entendió para donde iba. Y moviéndose con mayor agilidad, salió del embrollo. Y se desvió para donde le habían indicado. En el camino se encontró con más cortejos procesionales —que él sabía salían en días distintos, pero que ahora parecía una locura interminable—; empero, él siempre se hallaba a unas tres cuadras de ellos, y las calles (aunque muy cercanas entre ellas, y también en calles paralelas) siempre estaban casi vacías. Llegó hacia el Parque Central, y se dio cuenta que la información era falsa porque era otra procesión. Se sentó en los bancos de concreto que se hallaban cercanos a él; sentía mucho cansancio de haber caminado tanto y casi trotado, para nada. Hundió la cara en sus manos, y cuando la levantó se dio cuenta que se hallaba sentado en un banco de madera, en lo que parecía ser una especie de peristilo. Y dentro de allí había mucha gente, como si se llevara a cabo una procesión en el interior de una casa. Y todo parecía ser tan pequeño en relación con una procesión, sin embargo, era lo suficientemente grande para que cupiera. Todo el medio ambiente de la procesión cabía en ese inusual lugar. Estaba asombrado, pero pronto se adecuó a la incoherencia que ejercía de naturaleza.

Se iba a aventurar a buscar un turno, pero alguien lo cogió por el brazo y le dijo que le tocaba hasta la siguiente cuadra, y se lo llevó. Sin darse cuenta se encontró nuevamente a una cuadra de la iglesia La Parroquia, donde debía ser su turno y todo había comenzado. El hombre que lo había conducido desapareció, como por arte de magia. Y llegó a la fila correspondiente. Se formó, y cuando ya asomaba la procesión y él pensó que cargaría como las otras veces, el inspector de turnos (que era el mismo que había llamado al extraño hombre para que tomara el lugar de Rodríguez en la realidad), se percató del pecho de Rodríguez y se le acercó.

—¿Tiene turno hermano? —le pregunté.

—¿Qué?

—Sí, si tiene la cartulina —replicó un poco malhumorado, porque pensaba que era alguna especie de subterfugio.

—¡Claro que lo tengo —se tocó el pecho—, está en mi…!

Pero al bajar la cabeza y tocarse con las manos, se dio cuenta que no estaba; ¡qué había hecho la cartulina!

—¡Debió habérseme caído —farfulló agobiado el pobre hombre—, pues verá, me perdí por largo rato para llegar hasta acá!

El inspector con el entrecejo fruncido, le vio con desconfianza. Pero aún así, quiso darle una oportunidad.

—Pero si llega el dueño del turno —continuó el inspector—, tendrá que salirse, ¿entendió?

—¡Por supuesto! Pero no llegará nadie, porque yo soy el legítimo dueño.

—¿Qué brazo tenía asignada su cartulina?

—¡El setenta y seis! —respondió seguro.

—Bueno, si no llega nadie con la cartulina con el brazo setenta y seis podrá cargar, hermano. Sólo si eso pasa, ¿entendió?

Rodríguez asintió.

Luego de unos pocos minutos, cuando todo el turno parecía estar ya preparado para recibir el turno, los inspectores llevaban a alguien de la mano, y con linternas pasaban revisando los pechos de los devotos uno por uno. Hasta que al revisar el de Rodríguez se pasó y dando un vehemente paso se frenó y volvió hacia él.

—¿Dónde está su cartulina?

—Yo… la perdí, pero ya sé que brazo es el que me toca.

—Ah, sí, ¿cuál?

—El setenta y seis.

—Imposible —le interrumpió—, el setenta y seis es el que falta. Lo sentimos hermano, el otro año será.

—¿Qué? Si ese es mi brazo, ¡yo compré el turno!

Y adelantando al hombre que hasta entonces no se le distinguía el rostro por una sombra negra, que el cubría lo adelantaron. Otros dos acuerparon al hombre y repitieron juntos mientras contaban, «¡sí, éste es!»; y le pidieron a Rodríguez que se hiciera un paso para atrás. Pero éste se negaba rotundamente, hasta pidió que le enseñaran la cartulina. Y cuando lo hicieron puso el grito en el cielo.

—¡Esa es mía! ¡Esa es mía! —bramaba—. ¡Revisen y verán mi nombre!

Y cuando voltearon el turno se dio cuenta que no era su nombre el que aparecía ahí. Tanto así que después le volvieron a revisar su pecho y le encontraron una cartulina con otro número de turno y con su propio nombre. El hombre anonadado, se quedó mudo y con una mueca de sorpresa y de ridículo; así que le pidieron quedamente que se hiciera unos pasos para atrás, y éste obedeció sin rechistar de manera mecánica. Pero antes de renunciar para siempre subió la mirada y advirtió el rostro de ese hombre extraño que se le había acercado para exigir ‘la cartulina’ que le pertenecía. Y le sonrió horriblemente. Rodríguez ante la desagradable sorpresa, siguió alejándose con cortos pasos hacia atrás; ¡quería alejarse de esa horrible mirada que le penetraba el alma y le exigía que le diera la cartulina!

Rodríguez despertó bañado en sudor a pocos minutos que despuntara el alba.

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El Turno
El Turno

IV

Marcos Rodríguez trabajaba en una bodega, propiedad de una fábrica, en uno de los lugares más alejados de la ciudad. La bodega era grande, de dimensiones anchurosas y largas, y contaba con mucho personal; él era uno de los encargados de toda el área, así que sus rondas eran constantes y casi siempre tenía que viajar a través del sitio. Ya era primer domingo de pascua, y tenía que volver al trabajo. Llegó temprano como siempre solía hacerlo. Aparcó su carro y se bajó; el resto de la Semana Santa no había tenido ningún choque con este inusual sujeto así que lo había olvidado. Antes de cerrar su vehículo se estiró para alcanzar su casco de seguridad, y se lo puso. Cerró la portezuela.

—Asumo que ya tomó una decisión —escuchó una voz detrás de su oreja, que le hizo poner los pelos de punta—, con respecto a mi cromo.

Rodríguez, sobrecogido se dio una media vuelta en un parpadeo. Sus ojos querían escapársele de las cuencas.

—¡Ah! —gritó.

—¿Dónde está lo que me pertenece?

—¡Ya deje de molestarme, imbécil —vociferó, mientras se tomaba el pecho, por el exabrupto que acaba de sufrir; a su vez, se alejaba de ese hombre enfermo—, ya le dije que dicha cartulina es de mi propiedad!, ¡es más, si usted cargó mi turno, fue una cuestión meramente circunstancial, porque mi cansancio era tal que me quedé dormido!

—No, señor, vosotros os equivocáis, si pensáis atribuirle esa bendición al azar…

—¡Aléjese de mí —espetaba mientras señalaba con vehemencia para todos lados, pues quería llamar la atención de algún compañero que se hallara cerca—, aléjese de mí o llamaré a la policía, lunático de mierda!

De pronto en su coronilla apareció una chistera negra, muy sencilla, y con unas marcas de uso bastante evidentes. El hombre la retiró de su cabeza, y dirigiendo su mirada al objeto que había aparecido de pronto dijo:

—Puedo ver dentro de vuestro corazón señor Rodríguez. Para mí significa mucho ese cromo, pues es un recuerdo de lo que nunca volveré a ser. ¿Comprendéis? Sé que el suyo es un egoísmo degenerado, el que lo obliga a no ser comprensivo y dadivoso; yo he sido muy bueno con vosotros, es más, puedo decir que he venido en buena lid a que me lo entregue…

Rodríguez se mofó.

—A mí los prestidigitadores no me dan miedo, y sus amenazas no causan efecto en mí… —se volteó y dio dos pasos hasta que se volvió diciendo—: no, sabe, ¡sí causan algo en mí! Pues me vuelvo más terco y no le daré nada. Así que como usted me ha amenazado, yo haré algo similar —y se acercó con una mirada fiera y desafiante, a pesar de que el hombre le causara tanto pavor, con su sola presencia—: si usted no para de joderme, le llamaré a la policía. ¿Entendió?

Nuestro amigo no respondió con nada, es más ni lo vio mucho a los ojos, sino que permaneció en la misma postura, como una estatua: inspeccionando su chistera casi rota por la copa. Rodríguez caminaba con un paso seguro, y se sonrió orgulloso de sí mismo, por haber manejado la situación y no ceder a las conminaciones de ese aprovechado. Pero cuando se hallaba casi a las puertas de la entrada, el hombre abandonó su silencio y le gritó:

—¡Vosotros lo habéis querido! Yo os advertí.

Al entrar a la fábrica, se dio cuenta que las cosas estaban un poco más sombrías que de costumbre. Rodríguez era siempre saludado por sus compañeros, pero esta vez no fue así. El supuso que muchos de ellos, aún se encontraban alcoholizados por el descanso que habían tenido, así que ni se molestó en saludarlos él mismo. Como ya he mencionado el lugar era excepcionalmente grande, y bien poblado de intrincados pasillos, por la cantidad de mercadería almacenada en enormes cajas puestas una junto a la otra; así que cada empleado poseía un mapa obligatorio, que señalaba las salidas más cercanas y las rutas de evacuación. El sitio contaba con cuatro platas y un sótano. Había varios elevadores, y entre ellos, unos que estaban diseñados especialmente para carga pesada. Al lado, también había elevadores para los empleados, desde luego.

A uno de sus compañeros quiso llamarle por el radio, pero nadie respondía, sólo un ruido extraño se escuchaba, aunado al del ambiente y la maquinaria. Él estuvo molesto porque no le respondía, así que se dirigió a uno de los elevadores; pulsó el botón que lo llamaba. Y mientras esperaba, comenzó a silbar y a pasar una mirada por todo el vasto lugar poblado de trabajadores. Sin embargo, el elevador no llegaba. Pensó en usar el contiguo, pues nadie lo usaba y ya lo había hecho un par de veces. Pero cuando entró en el rincón que ahora estaba más oscuro que de costumbre, se sintió un poco turbado. Oprimió el botón una planta más abajo, al sótano. Al hacerlo, se escuchó el ruido chirriante de los ejes al accionarse. El elevador era mucho más lento, como era de esperarse, pero él estaba acostumbrado. Pero, con el pasar del tiempo sintió un olor peculiar, un poco dulce, y después amargo y pestilente. Su nariz hizo que se diera cuenta que provenía de más adentro del elevador, donde una cortina de oscuridad no dejaba advertir de qué se trataba. Él pensó que se traba de algún producto que habían olvidado y que se había podrido allí. Cuando el elevador marcó que había llegado a su destino, y con ello la luz artificial hizo que se iluminara un poco el frente, pensó en golpear la que iluminaba el elevador.

—Estos cacharros ya no tienen remedio —se quejó.

Pero al cabo, consiguió que la luz volviera a parpadeos; fue entonces cuando se develó el horrible panorama: era un hombre envuelto en una gruesa capa de seda pegajosa, que despedía un olor dulce. Lo que más sorprendió a Rodríguez, fue ver cómo la cara de la víctima se hallaba al revés. Azarado por el horrible espectáculo, salió del elevador para buscar ayuda.

—¡Auxilio! ¡Alguien que me ayude! ¡Un asesinato!

Rodríguez saltó antes de dar grandes zancadas por todo el edificio, hasta que encontró a uno de los trabajadores, de espaldas, parecía que movía unas nimiedades. Llevaba un casco naranja y una camiseta blanca. Rodríguez que no cesaba de gritar por todos lados, agitaba las manos haciendo un espaviento muy bullicioso, empero, nadie notaba sus esfuerzos por ser escuchado, parecía que nadie se percataba de su presencia. Por fin alcanzó al hombre, y le tocó la espalda; cuando éste se volvió, observó que en vez de poseer una cabeza humana, este espectro tenía una cabeza de una araña, con varios ojos apuntándole. Rodríguez consternado, se echó para atrás inmediatamente; profirió unos horribles gritos, y cayó al suelo, víctima del espanto que le poseía.

—¡Un monstruo! —profería, arrastrándose fuera del alcance del bicho semi-humano. Sin embargo, al percatarse de la angustia de Rodríguez, ese ser deformado, simplemente se volvió y siguió con lo que hacía.

Una vez se levantó del suelo Rodríguez, continuó su huida, hasta advertir a otro hombre volteado trabajando. Hizo la misma operación, ahora más perturbado con lo que acababa de presenciar, y cuando le tocó la espalda, y se volvió este hombre, lo observó y advirtió una cabeza sin rostro. Rodríguez se sobrecogió en el acto, y se apartó con cautela.

—Hay… —musitaba sin quitarle la vista de encima a aquella extraña aparición—… hay un hombre… con cabeza… de araña… ¡es horrible!

Pero cuando terminó de decir estas palabras, el hombre se desintegró, convirtiéndose en un puñado de arañas que se esparcían por todos lados. Rodríguez estaba a punto de emprender nuevamente su huida, cuando cayó pesadamente en las manos de nuestro amigo.

—¿Estáis feliz ahora? —le manifestó con un acento inmutado y esa voz osca y profunda que tenía, y que lo helaba hasta la médula.

—¡Por favor! ¡Por favor no me haga daño, se lo entregaré, se lo entregaré, sólo no me haga daño!

El hombre se sonrió.

—No necesitáis proporcionarme nada, porque yo lo conseguí en vuestra casa, desde que supe dónde vivíais. No diré en qué condiciones hallé el objeto que yo necesitaba, porque francamente eso no es lo que yo estaba buscando después de encarame con vosotros…

—¿…entonces por qué me has perseguido por algo que ya tenéis en primer lugar? —gemía—. ¡Ya lo tienes, déjeme ir!

—No, es tan simple, ¿recordáis?

—Sólo déjeme ir —lloriqueaba, mientras se dejaba caer al suelo.

—No os haré daño —dijo—. Pero os quitaré algo, algo que no sabréis que ya no tendréis, pero que los demás sí podrán darse cuenta, ese, ese será un pago más beatificante para mí, que vuestra sangre derramada en mis manos.

Entonces él se le acercó a la cara, y Rodríguez advirtió a escasas narices, como si cara se tornaba irregular, hasta convertirse en una especie de híbrido entre araña (como ya describí anteriormente), y una boca tan prominente como en de una serpiente; su piel era una nauseabunda mezcla de ambas, es decir, la piel de una serpiente, envuelta en muchos pelos de araña; sus ojos todos apuntaban hacia los dos ojos de su víctima, que no dejaba de producir bufidos y agónicos gritos que clamaban auxilio. Pero al acercase, los cesó con un beso que le transfirió la saliva ponzoñosa.

La maldición que recayó sobre Rodríguez fue la de la locura, pues ese día todos juraron verlo de un lado hacia el otro diciendo que un hombre con cara de araña lo buscaba en venganza por no obsequiarle una cartulina; y así intentó suicidarse en un sinnúmero de ocasiones, y hasta se le catalogó de tener ataque psicóticos. Pero lo cierto era que Rodríguez vivía en una continua y asoladora película, donde repetía estas últimas vivencias, vivía escapando, de sus sombras, porque de pronto podía arrepentirse el monstruo y capturarlo, capturarlo para siempre en esa bodega repleta de esas criaturas despreciables. No importaba dónde, él siempre, en su mente se mantenía allí, sin distinción. ¡Oh, y viviría así hasta que pudiera matarse o morir de locura, pero daba lo mismo el fin sería una eternidad de obscuridad!

Enero 4 de 2017 – Enero 10 de 2017

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