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Lo que el embajador de Estados Unidos vió un 8 de diciembre

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Por: Lic. Miguel Ángel Álvarez, cronista de la Ciudad de Guatemala.

Martin van Buren, presidente de los Estados Unidos en 1839, envió a Stephens como embajador especial a Centroamericana, la cual se desintegró ese año.

Stephens, presenció el Rezado de la Virgen de Concepción de San Francisco, el 8 de diciembre, y nos relata lo siguiente:

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“Por la tarde tuvo lugar la procesión en honor a la Virgen. Aunque Guatemala estaba triste, y por las convulsiones de la época, privada de toda clase de alegrías, las procesiones religiosas eran, como siempre, y habría sido evidencia de un estado moribundo el descuidarlas.

Todas las calles por las cuales debía pasar la procesión estaban regadas con hojas de pino, y a través de ellas se levantaron arcos adornados con siempre verde y flores; los grandes balcones de las ventanas fueron adornados con colgaduras de seda carmesí y banderolas de caprichosos dibujos.

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En las esquinas de las calles se colocaron altares bajo enramadas de siempre verde, tan altas como los techos de las casas, adornados con imágenes y ornamentos de plata de las iglesias, todos cubiertos de flores. Rica como lo es toda la América Central en productos naturales, el valle de Guatemala se distingue por la belleza y variedad de sus flores; y por un día los campos fueron despojados de sus vestiduras para engalanar la ciudad.

Yo he visto grandes festividades en Europa con dinero derramado a manos llenas; pero nunca nada tan sencillamente hermoso. Mi paseo por las calles antes de la procesión fue la parte más interesante del día. Todos los habitantes, con sus mejores atavíos, se encontraban allí: los hombres parados en las esquinas, y las mujeres, con negras mantillas, sentadas en largas filas a los lados, las banderas y cortinas en los balcones de las ventanas, el verdor de las calles, la profusión de flores, las vistas por en medio de los arcos, y la sencillez de costumbres que permite a las damas de primera categoría mezclarse libremente con la muchedumbre y sentarse en las calles, formaban un cuadro de belleza que aún hoy suaviza la impresión de estolidez que Guatemala dejo grabada en mi memoria.

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La procesión para la cual se hicieron estos hermosos preparativos venía encabezada por un solo indio, con la cabeza cubierta y bamboleándose bajo el peso de un enorme tamborón, que llevaba sobre sus espaldas, y que parecía tan antiguo como la conquista, le seguía otro indio que con una pesada baqueta tocaba de cuando en cuando el viejo tamborón.

En seguida venia otro indio con un enorme pito, que correspondía por su aspecto venerable con el tambor, y con el cual, de tiempo en tiempo lanzaba un sonido violento y en seguida, miraba en derredor con un aire de cómica satisfacción esperando el aplauso. Inmediatamente seguía un pequeño muchacho de diez años de edad con sombrero de tres picos, botas arriba de las rodillas, una espada desenvainada, y la máscara de un horrible africano. Dirigía a unos veinte o treinta individuos no sin razón llamados los diablos, todos ellos con máscaras, y con y fantástico vestido, algunos con pitos de caña y otros chocando palillos entre sí; y los principales actores eran dos, con sombreros europeos de anchas alas, batas de cuello alto, cinturas en el pecho, grandes botas y cada quién con una guitarra, danzando y bailando un fandango de vez en cuando.

En seguida venían cuatro hermosos muchachos, de seis a ocho años de edad, vestidos con túnicas blancas, panalettes y velos de gasa blanca, después cuatro sacerdotes jóvenes, llevando candeleros dorados con cirios encendidos; y a continuación, (…)la imagen de un ángel más grande que lo natural con las alas extendidas hechas de gasa, infladas en forma de nubes, y pretendiendo aparecer como flotando en el aire, pero trajeados más a la moda de este mundo, con la túnica algo corta, y las ataderas a las medias de listón rosada. Luego, conducida en hombros como la anterior, más grande que lo natural la imagen de Judith con la espada desnuda en una mano y en la otra la sangrienta cabeza de Holofernes.

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Después otro ángel con una nube de seda arriba de la cabeza; y en seguida el gran objeto de veneración, la Virgen de La Concepción, sobre unas pequeñas andas, ricamente decoradas con oro y plata y flores en profusión, protegida por un hermoso palio de seda, sostenido en alto con cuatro doradas pértigas. Seguían los sacerdotes con sus más ricas vestiduras uno de ellos bajo un palio de seda. Todo el conjunto terminaba con un grupo de diablos, encabezaba la procesión, compuesto como de quinientos soldados de Carrera, como lacayos y con la cabeza muy erguida. Al final de la calle (Real) la procesión hizo alto en la encrucijada, y la imagen de la Virgen fue retirada de las andas y colocada sobre el altar, (realizados por el Ayuntamiento). Los sacerdotes arrodillándose rezaron ante ella, y toda la concurrencia también se arrodilló. Yo estaba en la esquina cerca del altar, que dominaba una vista de las cuatro calle, y levantándome un poco sobre una rodilla, pude ver en todas las calles una densa masa de figuras arrodilladas, ricos y pobres, mujeres hermosas e indios de estúpida apariencia; banderolas y cortinas agitándose en los balcones de las ventanas, y las figuras de los ángeles con su ligero ropaje de gasas que parecía flotar en el aire; mientras el estrepitoso canto (Salve Regina) de la multitud robustecido por el profundo coro de la voz de los soldados .

La Virgen fue colocada de nuevo en su trono, y la procesión siguió su movimiento. En el altar próximo di la vuelta por un lado y fui a la plazuela frente a la iglesia de San Francisco, lugar señalado para el gran final de los honores a la Virgen: ¡la exhibición de los fuegos artificiales!
Ya anochecía cuando la procesión entró al principio de la calle que conduce a la plaza. (Plaza de los Remedios) Fue aproximándose con un ruidoso canto, no viéndose a lo lejos más que una gran procesión de velas encendidas, que alumbraban la calle como si fuera el día. Los diablos iban todavía a la cabeza y su llegada a la plaza fue anunciada por una carga de cohetes. En pocos minutos la primera pieza de los fuegos artificiales fue exhibida desde la balaustrada de la iglesia; las imágenes sobre el techo se iluminaron con el resplandor y, aunque no edificada expresamente para tal propósito, la iglesia correspondió dignamente a la exhibición. (El templo estaba en construcción, el edificio contiguo se usaba como provisional)

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El siguiente número se verificó en el piso de la plaza: era una diversión característica del pueblo y tan favorita en la exhibición de fuegos de artificio como los diablos en las procesiones religiosas, llamada los toros, (toritos) y se componía de una armazón forrada de cartón fuerte en forma de toro, y cubierta por encima con fuegos artificiales; dentro de esta figura un hombre metía la cabeza y los hombros y con solo las piernas visibles, se abalanzaba sobre lo más denso de la multitud arrojando a todas partes torrentes de fuego. Yo estaba parado con un grupo de damas y varios miembros de la Asamblea Constituyente, y estos hablaban de una invasión de tropas de Quezaltenango y de la salida de Carrera a repelerlas.

Cuando los toros vinieron hacia nosotros, retrocedimos hasta más no poder; las damas gritaron, y nosotros valientemente volvimos las espaldas agachando las cabezas para defenderlas de la lluvia de fuego. Todos decían que esto era peligroso, pero así era la costumbre. Hubo más alegría y jovialidad de la que yo nunca había visto en Guatemala y me quede triste cuando terminó el espectáculo”.

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